En los tiempos de la Primera Guerra Mundial, en Estados Unidos, las jóvenes y pujantes mujeres que entraban a trabajar como empleadas a la United States Radium Corporation (USRC) parecía que tenían el mejor empleo del mundo. Recibían el triple del pago de lo que ganaba cualquier obrera fabril.
Muchachas jóvenes en su mayoría, algunas hasta eran adolescentes, con pequeñas manos laboriosas y grandes deseos de prosperar, esto les haría sentir bien, pues sentían que colaboraban con los soldados de su país, para quienes eran pintados gran cantidad de los relojes, especialmente cuando Estados Unidos entró en la Primer Guerra Mundial.
El trabajo de estas mujeres consistía en ejecutar una tarea casi artística: debían pintar con una especie de sustancia luminosa los números y las agujas de las esferas de los relojes civiles y militares para que se pudiera leer la hora en la oscuridad. La pintura verdosa que utilizaban brillaba en la oscuridad y estaba elaborada con radio, un elemento químico descubierto dos décadas antes. Llegaban a completar hasta unos 200 relojes por día cada una.
Además de estar bien remuneradas en comparación con otros trabajadores, el uso del radio le daba al empleo de estas mujeres un detalle especial: Una luminosidad, pues todo lo que usaban estas jóvenes brillaba en la oscuridad. Incluso se dice que algunas chicas llegaban a sus trabajos en vestidos de noche para que luego brillarán en sus citas al salir. Una de ellas incluso se pinto los dientes para que brillarán y así impresionar a su hombre.
En aquel entonces, se ofrecía este químico como un producto milagroso para curar una infinidad de males y mantener una buena salud. De hecho, a inicios de los 20s se ofrecía radio en muchas presentaciones como agua mineral, pastas dentales, productos cosméticos, leches y hasta tónicos para prolongar la salud he incrementar la potencia sexual, pero el radio no era inocuo, ni mucho menos saludable.
Todo empezó cuando una de las empleadas de la fábrica de USRC en New Jersey cayó gravemente enferma. Ella fue perdiendo todos sus dientes uno a uno y sentía debilidad y dolor en todos sus huesos. Más tarde, más empleadas fueron padeciendo afecciones similares también. Huesos dañados o con tumores, dolores insoportables y como trágico desenlace, la muerte.
Todo esto estaba siendo producto de la contaminación por radio. Sucede que, para que los detalles en sus trabajos de pintura fueran más precisos y bien hechos, las muchachas que hacían este trabajo, afilaban las puntas de los pinceles entre sus labios, ingiriendo de esta forma el venenoso producto, que, a corto o largo plazo, les destruía por completo el organismo.
Las mujeres, enfermas y moribunda por la radiactividad, se unieron para enjuiciar a sus empleadores, que habían guardado silencio, aún conociendo de los terribles daños que puede producir el radio. Ellas en su momento consultaron a sus jefes si eso no podía llegar a ser peligroso y les dijeron que de ninguna manera. Mas tarde se supo que las mismas fábricas pagaban estudios supuestamente científicos para afirmar que el radio no era peligroso. Más allá del trágico final y tras muchos años de lucha para que se hiciera justicia, estas trabajadoras lograron que se fallara a su favor, sentando así los precedentes en relación con las normativas sobre la seguridad en el trabajo de forma pareja, pues en aquel tiempo había una cosa disonante con respecto a la condición inofensiva del uso del radio, pues las compañías donde los hombres trabajaban con radio, lo hacían con máscaras y delantales de plomo y lo manipulaba con pinzas o guantes, jamás con las manos. Precauciones fundamentales que nunca estaban disponibles para las mujeres.
Ahora, en la historia, a estas mujeres se les recuerda como las Chicas del Radio, Las Chicas Fantasma o Las Muertas Vivientes.
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